-a
su vez Federico como el suyo-,
mis
palabras se miran en sus gestos
y
trepan a mi otoño sus futuros.
Su
techo ya se iguala con el mío,
mi
yo de entonces rinde en él tributo;
mas
todos los ayeres se abastecen
de
un abrazo perfectamente mutuo.
La
espiga pide cielo, campo exige
desde
la fe voraz, desde el impulso
de
quien se sabe dueño de un verano
generoso
y eterno, noble y puro.
De
nombre Federico, por mi padre,
su
albedrío se ausenta de mis mundos.
El
tiempo que fue nuestro se disuelve
en
esta vastedad de sangre y humo.